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El próximo desastre

El símbolo de las malas políticas habitacionales chilenas, Bajos de Mena, comienza a demolerse. Pero nada nos asegura que no se vuelvan a cometer errores catastróficos. De hecho, uno podría estar incubándose ahora mismo. En dos años, el distrito Bajos de Mena, en Puente Alto, se ha convertido en un […]

El símbolo de las malas políticas habitacionales chilenas, Bajos de Mena, comienza a demolerse. Pero nada nos asegura que no se vuelvan a cometer errores catastróficos. De hecho, uno podría estar incubándose ahora mismo.

denisficacionEn dos años, el distrito Bajos de Mena, en Puente Alto, se ha convertido en un símbolo del lado negativo de las políticas habitacionales chilenas. Y no es para menos, considerando que se trata de un territorio de 120 mil habitantes pobres, que viven a dos horas del centro, con una avenida de acceso, pocos servicios y cuatro veces menos áreas verdes que el promedio de Santiago.

En esta ciudad segregada los conflictos sociales se acumulan cada día. Ya no es sólo el hacinamiento o la mala calidad de esos bloques que parecen cárceles por sus rejas o reducido tamaño. También existen problemas de violencia, narcotráfico, control territorial de bandas y un preocupante abandono de los espacios públicos, que genera un paisaje desolador.

Algunos de los responsables de Bajos de Mena dicen que no corresponde criticarlo a 15 años de su construcción, omitiendo que en esa época el déficit habitacional era un problema serio y el país tenía menos recursos para resolverlo. Nos recuerdan que la urgencia era dar techo y no construir barrios, y que ello se hizo con éxito.

Probablemente tienen razón, pero ello importa poco ahora, cuando el Estado deberá desembolsar $40.000 millones para recuperar Bajos de Mena, y otros $50.000 millones para demoler y relocalizar miles de departamentos construidos sobre basurales o entornos degradados, lo que no se justifica bajo ningún contexto político o económico.

demolicionLa parte positiva de esta historia trágica es que casos como Bajos de Mena motivaron cambios en la política habitacional. Se aumentaron los recursos para mejorar la ubicación de las viviendas, para aumentar su metraje e innovar en su diseño y se crearon subsidios para comprar viviendas usadas y construir barrios con mixtura social.

Alguien podría pensar que este cambio nos deja blindados ante futuros Bajos de Mena. Lamentablemente, no es así. De hecho, en pleno centro de la capital podría estar incubándose un problema parecido, que aún no dimensionamos en toda su magnitud.

Para entenderlo debemos hacer un poco de historia y remontarnos a mediados de los 90. Entonces Santiago crecía aceleradamente hacia la periferia como una mancha de aceite, lo que preocupaba a las autoridades debido a sus impactos sobre el sistema de transporte y el medioambiente.

Con este diagnóstico se tomaron medidas para frenar la expansión e impulsar un crecimiento hacia barrios centrales que perdían población pero contaban con infraestructura y servicios. Para concretar esta “ciudad compacta” se flexibilizaron las normas de los planes reguladores y se creó un subsidio de UF 200 para aquellas familias que compraran sus departamentos en estos barrios centrales.

El subsidio fue aplicado por primera vez en Santiago Centro y luego de un lento arranque, el repoblamiento se consolidó y transformó en un suceso inmobiliario. En 17 años se construyeron 122 mil departamentos y Santiago se transformó en la comuna de mayor crecimiento del país, ofreciendo atributos imbatibles para viviendas de clase media, como conserjes las 24 horas, gimnasios y salas de juego, piscinas en terrazas, y lo más importante, un menor tiempo de viaje a los centros de empleo.

El objetivo de alcanzar una “ciudad compacta” había sido un éxito, pero los resultados no eran tan felices. La primera señal de alerta fueron las calles saturadas por los autos provenientes de los nuevos edificios. Luego vino la demolición de viviendas patrimoniales y su reemplazo por torres enormes, sin mayor consideración con el entorno, que agregaban cientos de departamentos por manzana, cambiando la apacible vida en comunidad proveniente del cité.

El repoblamiento se transformó en atractivo negocio de renta. Inversionistas compraron pisos completos permitiendo que estudiantes y familias jóvenes vivieran en el centro, pero también que muchos departamentos fueran destinados a bodegas, talleres o moteles informales (o derechamente burdeles), lo que elevó los conflictos comunitarios y el deterioro sobre el entorno.

Hoy este problema ha escalado y es muy posible que, al mediano plazo, las torres de menor calidad constructiva y usos no residenciales enfrenten procesos de obsolescencia y terminen como guetos verticales obligando a la intervención del Estado.

Si ello ocurre, surgirá la misma pregunta que nos hacemos hoy con Bajos de Mena y las respuestas serán parecidas. Nos dirán que no corresponde criticar un plan urbano sin considerar su contexto económico, y nos recordarán el enorme beneficio que se logró al acercar a miles de familias de clase media al centro metropolitano de Santiago.

Estos argumentos son correctos, pero omiten dos cuestiones centrales. La primera es el costo de reparación, que como vimos, puede ser muy significativo y que nunca terminará de arreglarse del todo.

En segundo lugar, es un error pensar que el gueto se origina solamente por la escasez o abundancia de recursos. En Bajos de Mena, gran parte del problema se explica por el actuar sectorial del Estado chileno, donde una repartición se encarga de poner las casas, otra de llevar los servicios, y una tercera de resolver el transporte, y nunca están bien coordinadas.

En Santiago Centro se repite el mismo problema y se suma a la imposibilidad de los planes reguladores para exigir guías de diseño que garanticen una correcta inserción urbana o una densidad acorde con las capacidades de la infraestructura.

Si estas carencias de planificación urbana no se resuelven, volveremos a encontrarnos con Bajos de Mena o guetos verticales, incluso si Chile alcanza la ansiada meta del desarrollo.