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Reconstrucción: plazos y expectativas

La historia enseña que los plazos para ejecutar planes urbanos siempre superan las estimaciones. El gobierno no debe generar expectativas irreales. La reconstrucción retomó la agenda con una complejidad adicional a las que ya tenía, pues el éxitoso rescate de los mineros elevó peligrosamente las expectativas de solución, alimentadas desde […]

La historia enseña que los plazos para ejecutar planes urbanos siempre superan las estimaciones. El gobierno no debe generar expectativas irreales.

Ivan Poduje

La reconstrucción retomó la agenda con una complejidad adicional a las que ya tenía, pues el éxitoso rescate de los mineros elevó peligrosamente las expectativas de solución, alimentadas desde el propio gobierno, que anunció que en cuatro meses la reconstrucción alcanzará un 50% de avance.Esta meta parece imposible, si consideramos que deben levantarse o repararse 220 mil viviendas, siete hospitales regionales, cientos de escuelas e inmuebles patrimoniales o los centros históricos de varias capitales regionales y provinciales.

Para tener una referencia, cuatro investigadores norteamericanos que analizaron 30 casos de desastres concluyeron que la reconstrucción demora 100 veces más que la emergencia. Si aplicamos esta regla en Chile, podemos estimar que el proceso tomará entre 10 y 12 años.

Además, nuestra historia nos muestra que los plazos para ejecutar planes urbanos siempre superan las estimaciones iniciales. Es el caso de las concesiones, que fueron formuladas a inicios de los 90 y que demoraron 20 años en ejecutarse, o del Transantiago, que comenzó a planificarse en 2000 y que con suerte estará normalizado 15 años después. Los plazos en décadas se repiten en la Ciudad Parque de Cerrillos, el borde costero de Antofagasta o el programa de recuperación de Valparaíso, todos con objetivos bastante menos complejos que la reconstrucción posterremoto.

El gobierno debiera tener en cuenta este escenario y sincerar los plazos, a fin de no generar expectativas irreales que se traduzcan en conflictos sociales. Además, debiera comunicar mejor los alcances del plan, publicando cronogramas de avance por comunas y no sólo a nivel nacional. También sería prudente reformular los «planes de reconstrucción sustentable» propuestos en algunas localidades y que ofrecen magníficos parques y puertos turísticos sin tener los estudios ni los recursos para implementarlos, mientras que en paralelo, algunos damnificados tienen problemas para habilitar sus baños químicos. Este contraste no es saludable. Se requieren planes más aterrizados, vinculados con la inversión y las necesidades de los afectados.

Por último, urge clarificar el modelo de gestión para coordinar a la veintena de organismos que participarán en la implementación del plan y que aumentarán la burocracia que hemos visto en estos primeros meses. Hasta ahora se ha delegado esta función en un «comité interministerial», pese a que esta figura tuvo magros resultados en el Transantiago o el Plan Valparaíso. Además, el comité se aleja de la tradición que hemos seguido para enfrentar desastres naturales y que -como indica el arquitecto Ernesto López- se basa en la creación de leyes e instituciones que mejoran la capacidad de resistir un nuevo sismo y que, de paso, permiten abordar otros temas relevantes. Gracias a ello tenemos la Corfo, el DLF2 o la norma antisísmica que hizo que el daño del 27-F fuese mínimo en relación a su intensidad.

Es hora de pensar en otro paquete de reformas que, junto con acelerar la reconstrucción, resuelvan temas largamente postergados, como la descentralización o la modernización de los instrumentos de planificación territorial. Esta es la gran oportunidad que abre el desastre y aún estamos a tiempo para aprovecharla.